La pasión de la hermana Raymunda: lecciones vigentes
- Katherine Castro
- 4 ago 2016
- 2 Min. de lectura

La función empezó puntual. Sin embargo, aunque el reloj marcaba las 8:00 de la noche, no había nadie en el escenario.
“Primera llamada”, anuncian y se oye “Dominique nique, nique, pobremente por ahí”. A la segunda llamada suena “Sor Yeyé”. A la tercera, el fondo musical de La novicia rebelde. Una sutil sugestión.
La pasión de la hermana Raymunda, escrita y dirigida por Jorge Plascencia Zermeño, fue la pieza de clausura de la Muestra Estatal de Teatro 2016.
El desplazamiento entre tres espacios imaginarios marca la dinámica del personaje. Un reclinatorio, un escritorio y una maleta abierta llena de fotos ocupan el escenario y sirven como ejes de una trama que, a simple vista, parece incoherente.
Élida Contreras interpreta a Raymunda, una monja muy peculiar. Ella ingresó a la orden hace 30 años, 4 meses y 5 días. Da clases de biología a adolescentes. Muy estricta, cuenta anécdotas del colegio y del convento con gran elocuencia.
Este personaje está lleno de matices. Va de su época de jovencita, a la escuela como maestra adulta y a sus más íntimos momentos de remordimiento con destreza y emoción. Ello le exige expresión facial y corporal intensa, cambio de voces y movimiento constante; sin duda, una actuación retadora.
El reparto lo complementa el actor Jorge Volklova cuyas apariciones representan los pensamientos ocultos y deseos reprimidos de la monja; su presencia sirve de catalizador de los eventos.
La obra se debate entre lo cómico y la trágico con intensidad creciente.
El balance lo aporta la ruptura de la cuarta pared y la participación del público. La maestra, con preguntas directas a los asistentes, crea sensaciones inmediatas y una conexión real. Muchos temiendo “me va a preguntar, me va a preguntar”. La risa y la improvisación son inevitables.
El desenlace llega con una iluminación roja intensa, interrumpido abruptamente y un cambio de escenario clave.
Diversos pasajes retratan la esencia de ‘Raymunda’ y su vida dentro del convento: “La disciplina es lo primero, si hay que castigar se castiga (...)”, se repite constantemente.
Estas frases significativas son símbolo de una disciplina rígida, obsoleta, anuladora, un antecedente psicológico y causa de conflicto.
En estos tiempos, de casos alarmantes de violencia, la obra recuerda la importancia de la educación en casa sobre sexo y lo contraproducente de una disciplina represiva.
Un largo aplauso al final con el público de pie hizo evidente la complacencia del público.
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